Los signos de
la tragedia y el horror están ahí y casi que se pueden tocar. Como una cruel
paradoja, a dos cuadras de allí sigue activo el lugar donde nació el Rock en
nuestro idioma.
Por Néstor Pousa
Por Néstor Pousa
Las huellas del horror de lo que sucedió la noche del 30 de
diciembre de 2004 siguen allí, son imborrables. No es fácil pararse frente a la
puerta de lo que alguna vez fue el boliche Cromañón.
Para el que se anime llegar hasta el lugar lo que más lo estremecerá será la
fila de zapatillas pendiendo de una cuerda. Es imposible no pensar que cada uno
de esos calzados perteneció a alguna de las 194 víctimas, en su mayoría
jóvenes, que encontraron la más absurda de las muertes puertas adentro durante
lo que iba a ser un recital de su banda favorita, Callejeros. El entorno no ayuda a mejorar la impresión. La zona del
Barrio de Once delimitada por la calle Bartolomé Mitre, que luego del siniestro
fue cerrada al tránsito de vehículos y reabierta recién en marzo de 2012 como
paso peatonal; la Plaza Miserere enfrente, todo conforma un cuadro desolador.
Tal vez sea por esa agria sensación de saber que allí ocurrió la catástrofe no
natural más grande de la República Argentina. Y esas zapatillas pendiendo de
sus cordones son el símbolo más atroz. Sobre
la esquina se levanta un pequeño monumento que recuerda a las víctimas con
fotos y ofrendas, una especie de santuario; y en el terreno adyacente a la
estación de tren se inauguró una plazoleta que hoy espera por la construcción
formal, por parte del gobierno porteño, de un memorial en homenaje a las
víctimas. La puerta de Cromanón está bloqueada desde aquella noche. Sus vidrios
rotos, las ventanas entreabiertas y todo lo que encierra en su interior está como
detenido en el tiempo. Congelado. Obstruye su paso un gran cartel de fenólico con
los colores de la bandera argentina y una leyenda: EN
MEMORIA DE LOS 194 ANGELES MASACRADOS EN CROMAÑON SEGUIMOS PIDIENDO JUSTICIA Y
VERDAD PARA QUE DESCANSEN EN LA PAZ QUE SE MERECEN!! Los
194 nombres están ahí, escritos en letras de molde sobre el muro, y gritando
tan fuerte como el enorme cartel. Caminando con sus manos tomadas en la
espalda, por entre los bancos y cruces de la pequeña plazoleta, una mujer de
unos sesenta y pico de años se inquieta ante la llegada del cronista. En un
momento se aleja y ya no la veo, o es que mi mente viajó 10 años y medio al
pasado y me distraigo. Súbitamente la mujer reaparece ante mi vista y comienza
a increparme en un idioma inentendible, una especie de inglés sanateado. Una
secuela más del espantoso saldo de locura que dejó aquella noche de pre fin de
año, pienso. La dejo sola con sus fantasmas y me voy con los míos.
Cuna del Rock. A
tan sólo dos cuadras de allí, cruzando la plaza en diagonal, en la intersección
de Av. Rivadavia al 2800 esquina Jujuy, está La Perla del Once. El bar hoy se
encuentra remodelado pero otrora fue refugio de escritores y poetas en busca de
inspiración; y de estudiantes de filosofía que acudían a su tranquilidad para preparar
las materias. Fue también uno de los espacios preferidos por los primeros
músicos de rock en Argentina, los pioneros del género en idioma castellano, para
prolongar la madrugada hasta que esta se encuentre con el nuevo día. Pero el
verdadero mito de La Perla empezó el
2 de mayo de 1967, una noche como tantas otras entre divagues y algún café con
leche comunitario, Litto Nebbia y Tanguito se juntaron guitarra en mano en
el baño del local para componer espontáneamente a dúo la canción La balsa, la que luego grabada por Los Gatos, banda en la que cantaba
Nebbia, se transformó en el primer gran hit que dio inicio a la banda de sonido
de una nueva generación. Es por eso que el emblemático bar-pizzería fue
declarado en 1994 sitio de interés cultural y hoy luce sobre su actualizada
marquesina el subtítulo de Cuna del Rock.
Tal vez sea esta la más feroz paradoja, que el lugar donde se presume nació el
Rock Argentino este separado tan sólo por doscientos metros del lugar donde
recibió su más despiadada estocada mortal. Dos lugares simbólicamente tan opuestos.
Por orden de un
tribunal las víctimas de Cromañón tendrán, seguramente en dos meses o menos, su
plaza de la memoria, pero ¿habrá alguna vez verdad y justicia? Santiago Aysine
(31 años) era parte del público la noche del 31/12/2004 y salvó su vida casi de
milagro. Fue después de la tragedia, y quizás a consecuencia de ella, que se
dedicó a componer y cantar. Su destino se modificó y hoy es el líder de Salta la Banca (SLB), ascendente banda que en
sus líricas y declaraciones públicas nunca olvida remitir a lo que ocurrió entonces,
él cree firmemente que los Callejeros no son los culpables y que la
responsabilidad mayor es del Estado. Santi, como suelen llamarlo, fue tal vez
quien respondió de forma más brutal a la pregunta enunciada más arriba: “Justicia
no va a haber nunca -dijo- porque lo justo era que no hubiese pasado lo que
pasó”.
Sobre
Omar Chabán. Cuando en febrero pasado le pregunté a Santiago Aysine su
opinión sobre Omar Chabán, manager de Cromañón (en ese momento fallecido hacía
3 meses), desde el fondo de la sala de prensa del Cosquín Rock 2015 se escuchó una ahogada exclamación. Santiago
mismo resopló y bajó la cabeza un instante, antes de ordenar las palabras para
una respuesta: “Yo escuchó a mis colegas, como Germán (Daffunchio), Andrés,
Ciro (Pertusi), los chicos de Attaque, todos hablando maravillas de él.
Claramente es un tipo que les habría las puertas a las bandas, no puedo discutir
eso, pero derrapó, se equivocó; yo creo que todas las partes que estuvieron de
alguna manera involucradas en la intervención del estado para que dé un permiso
que básicamente era… no me sale la
palabra ahora porque es la primera vez que me preguntan esto, así que te voy a
agradecer que me lo preguntes… yo creo que toda la gente que estuvo en ese
momento y que dio fe que ese era un lugar apto para ser utilizado, no sé… creo
que lo bueno de todo esto es que Omar murió en prisión y es lo que deberían hacer
tanto Aníbal Ibarra como todos los funcionarios que están de alguna manera
imputados en la causa”, concluyó.-
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